Sus piernas eran largas y esbeltas, su melena de negro azabache recogida en una cola que se prolongaba hasta su estrecha cintura.
Sus zapatos de tacon interminable elevaban su ya elevada altura hasta hacer temer un derrumbe inminente.
Sus labios de rojo carmín daban un toque de brillante color a su piel pálida.
Unos vaqueros ceñidos, una camiseta tan ajustada que trasparentaba su frugal desayuno matinal y un bolsito diminuto colgando de su brazo.
Estaba yo caminando por el centro de esta siempre despierta ciudad. Las calles bañadas por un sol casi primaveral. Ella cruzaba apurada la estrecha calle y al llegar a mi altura, tan cerca que puede apreciar su barba incipiente debajo de su maquillada y blanca piel, me dijo:
¡Son treinta y la cama guapo!
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